¿?¿?¿?¿?¿?¿?
2.
Gustavo tenía un libro que decía BELLAS ARTES, y todo el tiempo decía que iba a estudiar en la Escuela de Bellas Artes. Sin embargo, esto no se dio (y además todos sabíamos que no lo iba a lograr) porque en Bellas Artes no hay literatura, y lo que Gustavo quería era estudiar literatura.
Yo nada con las artes, claro que no, y por eso aquel día mientras Gustavo se paseaba y cruzaba la avenida Primavera uniformado de un extremo a otro, leyendo y contemplando gráficos y fotos de alguna que otra obra de arte del siglo XX, yo caminaba con Melisa mientras pensaba:
- ¿Qué tanto le habla a Gustavo? -refiriéndome a Margarita, quien lo tomaba de su casaca marrón mientras ambos cruzaban la pista, y yo pensaba cosas como:
- ¿Quién carajo es Gustavo?
Porque nunca me había hablado con él. Y ahora que pienso en eso, efectivamente, le hablo poco, o quizá nunca le he propinado palabra. Habían pasado un par de días desde aquella vez del parque, y entre los recuerdos que me inundan la cabeza, años después, es la escena en que estamos parados cerca al Centro Comercial el Polo, caminando los tres de la mano mientras las embarcaba en micros que las llevarían solo Dios sabe a dónde.
La cosa es que cruzamos la avenida Primavera, Margarita, Gustavo y yo, y Melisa, claro, y caminamos hasta un parque que era completamente desconocido para mí, cerca a la casa de Gustavo, mientras Margarita caminaba absorta del todo, y parecía interesada sólo en lo que él decía (y yo, con lo desesperado que me encontraba) mientras un par de chicos de la Touluse Loutrec, o pudieron haber sido veinte, fumaban mucha marihuana cerca a nosotros (y nosotros, que éramos tan niños) formando un círculo bajo el cielo gris de Lima. Tomé asiento, aprovechando para ocupar el lugar junto a Margarita, mientras Gustavo permanecía atento a lo que parecía una figura geométrica.
Margarita dijo:
- Me gustaría vivir en el siglo XIX...
Y esa fue una pregunta frente a la que yo tuve que decir:
- ¿Qué?
- Ya sabes, por la sensualidad... y todo ese rollo...
Y la verdad es que yo de arte sé poco, porque cuando veo una pintura parece que me pierdo en lo más insignificante, y en aquel instante lo único que yo veía eran puras pendejadas. Luego supe que la imagen a la que ellos se referían era otra, que resultó ser del siglo XVIII. Se llamaba “Experimento con la máquina neumática”, eso sí lo recuerdo. Me pregunté entonces, dónde carajo estaba la sensualidad, y creo que todos permanecimos callados.
Cambiaron de imagen. Ahora hablaban de otra cosa. Me pregunté si Gustavo traía aquel libro lleno de láminas para divertirse en clase, o si lo traía únicamente para poder presumir de ello. Hartado hasta los dientes de esa mierda, preferí irme a fumar al parque frente a la exposición, que es un parque frente a una casa pintada de amarillo, que creo que era un garaje (la cosa es que en ese garaje había un tipo, medio loco, medio anaranjado, que vendía todo tipo de drogas y alcohol) cuando de pronto me fijé un poco más en su cara y vi a Gustavo y luego vi a Margarita y a Melisa, estaban profundamente aburridos, y desilusionados, y me pregunté entonces dónde se había metido el gordo Manuel a la hora de la salida, porque si lo hubiera visto habríamos ido al parque frente a la exposición, que en realidad era un taller (¿taller de fotos?, ¿taller de autos?, ¿taller de artes plásticas?) y tal vez si lo intentaba averiguar, podría...
- Sí. Esa es buena -dijo Gustavo.
- Sí es buena -dijo Margarita después de una pausa- Es ¿surreal?...
Una pausa que se hizo eterna.
- Sí, supongo que sí.
Un avión pasó cerca. Los fumones de al lado se asustaron y huyeron despavoridos. Gustavo, Margarita y Melisa siguieron hablando solo que yo ya no los podía escuchar. Prendí un cigarrillo y me encogí de hombros.
- “Máquina gorjeante”. -Leyó Gustavo, una vez que el avión pasó, y lo pude alcanzar a escuchar- De Paul Klee, 1922...
Margarita asintió.
- Sí, parece surreal...
Una mueca. Una expresión agria. Una sonrisa de Melisa que rechazo categóricamente. Un recuerdo reciente y una pregunta ambigua sin ganas de ser concretada...
- ¿Qué te sucede Caneto? -preguntó alguien.
Aún recuerdo la cara de Gustavo con sus lentes de montura fina, y piso algo crocante que es un caracol, y suena hueco, acaramelado...
- Nada, no me pasó nada -y después de unos minutos que inquietante silencio-. Creo que mejor me voy.
Entonces me miraron atentos, todos, y luego me hicieron un largo adiós. Luego se perdieron otra vez en sus oraciones aparentemente intelectuales, y todo me parece como el día y los árboles, durante el invierno. Todo como una gran mueca burlona, y luego Margarita y Melisa regresan al colegio, y se esconden en un salón de clases a oscuras, hacen sus tareas, y no dejan de murmurar...
3.
La verdad es que una vez le hablé a Gustavo, él leía un libro que era de un autor ruso o algo por el estilo. La cuestión es que era fin de año y sería 4to de secundaria, porque ya no éramos tan inocentes entonces, no podíamos serlo. Nos habían dejado leer un libro acerca de un asesinato. Le hablé a Gustavo de eso, y él por entonces ya no era tan alto y habría engordado un poco. Vestía el uniforme convencional, pero ese día llevaba un buzo, por lo que supongo yo también lo llevaba, y sería viernes, aunque ya no estoy muy seguro de nada porque la memoria a veces falla.
Le pregunté:
- ¿Cómo estás, Gustavo? ¿Qué lees?
Y él me miró, aún lo recuerdo, con una cara de: ¿Y éste quién es? Pero afortunadamente, no lo tomó con una actitud de desprecio, y tampoco estuvo tan a la defensiva como me lo esperaba. Le propuse el trato. El sonrió y meneó mucho la cabeza. Trato hecho, me dijo, pero el trabajo no te lo haré yo, te lo hará un amigo, con mucho gusto, estoy más que seguro que él aceptará.
- ¿Pero por qué?
Gustavo sonrió. Hizo un par de muecas, muy extrañas, y luego miró alrededor de sí. Frunció el ceño debido al sol (serían las últimas semanas de clases, cerca al verano) durante el mes de diciembre.
- Mi trabajo ya casi está listo. Entiende que necesito mi propia nota. A parte la cosa es para dentro de una semana, y yo no tendría tiempo. Un amigo sí.
Le dije que solo le pagaría veinte soles, que no era mucho dinero, que apelaba a él por “la amistad que nos ha mantenido unidos desde hace años”. Y no esperé a que Gustavo hiciera otra cosa más que reírse tanto como yo. Entonces se dio cuenta de que mi humor negro se había estado retroalimentando sin ayuda de nadie desde hacía meses. Y le parecía bien. Y entonces él me pareció a mí “un gran tipo”.
- Ven conmigo a la salida, vive nada más a un par de cuadras.
Entonces le di la mano, y después de eso me dieron ganas de prender un cigarrillo, pero claro que no se podía mientras ambos nos ocultábamos detrás de las sombras, a mitad de la canchita de fútbol de secundaria, durante el segundo recreo. Gustavo se tapó la cara con un libro amarrillo, de letras estrambóticas, que rezaba El almuerzo desnudo, e imaginé que estaría leyendo algo porno.
4.
Después de clases la gente salía a la calle disparada. Rebusqué a Gustavo de entre todas las caras y las cabelleras negras y amarillas y rojas, bajo el sol de las tres de la tarde del mes de diciembre. Todos con las mochilas bien puestas en nuestras espaldas, todas bien depiladas ese año, porque se podía esperar cualquier cosa en 4to año de secundaria, cualquier cosa, menos eso.
No lo busqué demasiado y nos miramos las caras largo rato en la bodega, mientras compramos un par de cigarrillos y caminamos recto hasta la avenida Primavera, donde no repetimos la escena de aquella vez desde hacía más de un año, simplemente no nos habíamos visto la cara. Ambos estábamos más crecidos, ya éramos algo mayores. Nada era igual que antes, yo tenía 16 y no estaba para tonterías, me emborrachaba, y cuando nos detuvimos en el un grifo, no recuerdo para qué (creo que yo tenía que cambiar dinero) entré al Móbil Market y compré una cerveza para amenizar la cosa, y Gustavo pareció muy complacido. Apenas salimos le di un buen sorbo a la lata.
- ¿Qué te parece?
- Excelente con el calor.
Y continuamos caminando.
- ¿Dónde vive tu amigo?
- Cerca a un parque.
- ¿Dónde?
- Vive cerca...
Pasé un poco a lo era la intriga. Tarareé una canción de Andrés Calamaro. Gustavo sonrió. Luego me preguntó:
- ¿Fumas marihuana?
A lo que yo le respondí:
- Claro que sí -y era cierto, aunque no del todo- ¿por qué?
- No sé -y lanzó una carcajada-, ¡ja, ja, ja, ja, ja! - y luego me miró fijamente-. No sé, como cantabas eso de fumar un porrito...
- Sí, claro que sí... -le dije, convencido.
Luego añadió:
- ¿Sabes?, mi amigo no tiene ni idea de que voy a ir a su casa, ni que le voy a dar esta chamba. Pero nosotros necesitábamos justo veinte soles para comprar, ya sabes...
Llegamos a otro parque al que yo no había visto en mi vida: tenía una estructura enorme en el centro, una pileta que seguro no era ningún reto arquitectónico. A aquellas horas habían muchos niños jugando bajo el sol de primavera, y habían perros sin cadena que corrían libes y alguno que otro niño del colegio caminando por ahí. Calculé que esto quedaba cerca a lo que era el parque frente a la exposición (que, dicho sea de paso, ya no existía más). Entonces Gustavo me llevó a lo que era un pasaje, que desembocaba en una calle extraña, que era donde vivía este tipo que entonces vestía de hippie y que llevaba unas patillas enormes. Gustavo tocó el timbre, y esperamos largo rato, y aunque yo supuse que vivía solo, ya no estaba muy seguro de ello. La cuestión es que vivía en un segundo piso prestado o alquilado o qué se yo, en una casa medio ordinaria sin muchos miramientos. Apenas vio a Gustavo, esbozó una enorme sonrisa y nos dejó subir.
-¿Cómo estás, Gustavo?
- Bien, ahí... ahí...
- ¿Qué tal? -exclamé, saludando.
Patillas Enormes me miró sorprendido.
- El se llama Carlos Ernesto -Gustavo me presentó sin muchos preámbulos-. El nos va a conseguir el dinero que nos falta para la hierva... -dijo.
Patillas Enormes suspiró. Luego sonrió ensimismado y cogió un libro y luego lo dejó a un lado. Prendió lo que parecía ser un cigarrillo negro que luego pensé (durante un minuto) que podría ser marihuana, pero que no parecía nada. Olía a canela.
- ¿Y cómo es eso? -dijo riéndose-, ¿a quién tenemos que matar?
- A nadie, a nadie... -exclamó Gustavo- pero sí tiene que ver con un asesinato.
Lo miré, risueño, y le sonreí.
Todo combinaba muy bien con el verano, en aquella época. Acababa 4to de secundaria, y no era el fin del colegio, pero parecía como si algo hubiera muerto.
- Tienes que leer A sangre fría... -concluyó.
Y después de un minuto, agregó:
- Tienes que hacer un trabajo acerca de ese libro, nada más.
Patillas Enormes me miró.
- OK. -dijo, sin preguntar siquiera en qué consistía el trabajo.
Estábamos en lo que sería el comedor y la sala, lo que era a la vez, creo, la cocina, el depósito y la cama. Todos nos habíamos sentado en un colchón enorme en el piso y un montón de sábanas y ropa revuelta.
Patillas Enormes sirvió algo de té. Gustavo y él bebieron. Yo me dispuse a salir de allí lo antes posible. Averigüé dónde botar la lata de cerveza que había traído, y averiguar también si se le tenía que pagar todo por adelantado o después o cómo era el maldito asunto. Y de pronto estaba nervioso, como si me fueran a matar.
- Dame diez soles ahora, para no olvidarme del asunto. Y dame diez soles después, para no engañarte, y también para motivarme a mí mismo a hacerlo.
Y yo, tan inseguro de todo, le pregunté:
- ¿De verdad vas a hacer el trabajo? -Enmudecí-. Vamos... -y entonces miré fijamente a Gustavo-. Necesito pasar sí o sí...
- No te preocupes, amigo -dijo Patillas Enormes- ya leí el libro, y sé bien de qué se trata.
Lo que me hizo sentir más aliviado. Sin embargo yo sabía que Patillas Enormes era un tipo muy pasado, y de lo peor. ¿Cuánto se puede confiar de un tipo que lleva un pañuelo rojo amarrado en la cabeza? Y ahora que lo he visto un par de veces, ya no es tan pasado como lo era en aquella época, hace tan solo unos años, lo que demuestra que el tiempo pasa para todos. Incluso para Patillas Enormes, que en aquella época era un hippie de lo peor. Después de salir a su casa, ambos tomaron la misma dirección que yo. Patillas Enormes vestía una camisa a cuadros y un pantalón blanco (medio teñido de rojo) y bajo la camisa llevaba un polo blanco y seguía con aquel pañuelo tan ridículo amarrado en la cabeza. Y yo los miraba a ambos como hipnotizado, mientras ellos hablaban de tantas cosas y discutían marihuaneramente de literatura, hasta que llegados a un pasaje sucedió lo que iba a suceder, Patillas Enormes sacó de un pomo fosforescente lo que parecía ser un canuto enorme. A lo que yo dije:
- Vaya, ¿en serio piensan fumárselo...?
Y Patillas y Gustavo sonrieron y me miraron como si yo fuera un idiota.
- Claro. Vamos, Carlos Ernesto, fuma un poco.
Y claro, yo no me rehusé a hacerlo, en ningún momento, siempre he sido lo suficientemente valiente para todo, y aún así, mientras caminábamos fumando, me pregunté cuántos años tendría Patillas Enromes, y me pregunté cuanto tiempo pasaría hasta que llegara la policía, porque estábamos sentados, y cuántos años se llevarían de diferencia ellos dos, y me pregunté por qué eran tan amigos, y por qué Patillas Enormes vivía solo, ¿por qué? ¿por qué?... Gustavo y su amigo hippie reían a carcajadas, mientras tardecía suavemente en Chacarilla, cerca al colegio. Una nube transparente obscurecía el cielo atravesando su raíz de esquina a esquina, bajo la sombra de un árbol nos detuvimos y ellos llamaron a la puerta. Ya habían apagado el varulo. Patillas Enormes tocó el timbre un par de veces, mientras Gustavo me explicaba por qué intentaban reunir treinta y seis soles, cuales eran las diferencias entre la Roja y la Buena Hierva de Lujo. Me explicaba que la que acabábamos de fumar no era cualquier cosa, claro que no, era un Roja, pero no cualquier Roja, había sido una Buena Roja, que no era lo mismo a una Buena Hierva de Lujo...
Y entonces ellos me presentaron a un sujeto de mediana edad, de contextura cuadrada, que respondía al nombre de Marc, dependiendo un poco de su estado de ánimo y de la gravedad del asunto. Por lo que yo me quedé medio dormido mientras avanzaban las ideas polifónicamente, y mientras este tipo se sentaba encima de una de las gradas de su casa a esperar el anochecer, y mientras yo sigo tieso, y contemplando una triste esencia desperdigada, oblicua, convexa y malformada, y resulta que este tercer tipo al que acabo de conocer (y que según parece ignora por completo mi existencia) cuenta un chiste, que consiste en este otro tipo, llamado Walter, o el papá de éste, quién necesita ver urgentemente a su hijo recién nacido (o sea, a Walter) y una enfermera le comunica que este niño, llamado Walter, no está entre los recién nacidos, y que tiene que subir al segundo piso, donde dice NIÑOS FEOS, cosa que el papá de Walter sube y no encuentra a su hijo por ningún lado, y una enfermera alarmada le dice que suba hasta el tercer piso, donde parece que dice NIÑOS AÚN MÁS FEOS, a lo que el papá de Walter, obviamente mortificado, al no encontrar a su hijo le dice a la enfermera “debe haber un error, no he encontrado a mi hijo”, así que el señor (quien al parecer, carece de buena fortuna) es mandado por la burocracia reinante en las clínicas del estado al cuarto piso, donde reza la inscripción NIÑOS HORRIBLES, y es cuando el papá de Walter piensa “¡Oh Dios mío!, pero ¿qué he hecho?” y al no encontrar a su hijo, furibundo tropieza con una monja de la clínica, a quién le grita: “¡Quiero ver a mi hijo!” y la monjita le pregunta: “dígame señor, ¿cómo es que se llama su hijo?” y el papá de Walter, enloquecido, le grita: “¡Walter! ¡Mi hijo se llama Walter!” y la monjita dice “Ohhh , ya veo...” así que el papá de Walter es mandado al decimoséptimo piso, al techo húmedo entre la llovizna donde está escrito: WALTER, EL NIÑO MÁS FEO DEL MUNDO...
Gustavo tenía un libro que decía BELLAS ARTES, y todo el tiempo decía que iba a estudiar en la Escuela de Bellas Artes. Sin embargo, esto no se dio (y además todos sabíamos que no lo iba a lograr) porque en Bellas Artes no hay literatura, y lo que Gustavo quería era estudiar literatura.
Yo nada con las artes, claro que no, y por eso aquel día mientras Gustavo se paseaba y cruzaba la avenida Primavera uniformado de un extremo a otro, leyendo y contemplando gráficos y fotos de alguna que otra obra de arte del siglo XX, yo caminaba con Melisa mientras pensaba:
- ¿Qué tanto le habla a Gustavo? -refiriéndome a Margarita, quien lo tomaba de su casaca marrón mientras ambos cruzaban la pista, y yo pensaba cosas como:
- ¿Quién carajo es Gustavo?
Porque nunca me había hablado con él. Y ahora que pienso en eso, efectivamente, le hablo poco, o quizá nunca le he propinado palabra. Habían pasado un par de días desde aquella vez del parque, y entre los recuerdos que me inundan la cabeza, años después, es la escena en que estamos parados cerca al Centro Comercial el Polo, caminando los tres de la mano mientras las embarcaba en micros que las llevarían solo Dios sabe a dónde.
La cosa es que cruzamos la avenida Primavera, Margarita, Gustavo y yo, y Melisa, claro, y caminamos hasta un parque que era completamente desconocido para mí, cerca a la casa de Gustavo, mientras Margarita caminaba absorta del todo, y parecía interesada sólo en lo que él decía (y yo, con lo desesperado que me encontraba) mientras un par de chicos de la Touluse Loutrec, o pudieron haber sido veinte, fumaban mucha marihuana cerca a nosotros (y nosotros, que éramos tan niños) formando un círculo bajo el cielo gris de Lima. Tomé asiento, aprovechando para ocupar el lugar junto a Margarita, mientras Gustavo permanecía atento a lo que parecía una figura geométrica.
Margarita dijo:
- Me gustaría vivir en el siglo XIX...
Y esa fue una pregunta frente a la que yo tuve que decir:
- ¿Qué?
- Ya sabes, por la sensualidad... y todo ese rollo...
Y la verdad es que yo de arte sé poco, porque cuando veo una pintura parece que me pierdo en lo más insignificante, y en aquel instante lo único que yo veía eran puras pendejadas. Luego supe que la imagen a la que ellos se referían era otra, que resultó ser del siglo XVIII. Se llamaba “Experimento con la máquina neumática”, eso sí lo recuerdo. Me pregunté entonces, dónde carajo estaba la sensualidad, y creo que todos permanecimos callados.
Cambiaron de imagen. Ahora hablaban de otra cosa. Me pregunté si Gustavo traía aquel libro lleno de láminas para divertirse en clase, o si lo traía únicamente para poder presumir de ello. Hartado hasta los dientes de esa mierda, preferí irme a fumar al parque frente a la exposición, que es un parque frente a una casa pintada de amarillo, que creo que era un garaje (la cosa es que en ese garaje había un tipo, medio loco, medio anaranjado, que vendía todo tipo de drogas y alcohol) cuando de pronto me fijé un poco más en su cara y vi a Gustavo y luego vi a Margarita y a Melisa, estaban profundamente aburridos, y desilusionados, y me pregunté entonces dónde se había metido el gordo Manuel a la hora de la salida, porque si lo hubiera visto habríamos ido al parque frente a la exposición, que en realidad era un taller (¿taller de fotos?, ¿taller de autos?, ¿taller de artes plásticas?) y tal vez si lo intentaba averiguar, podría...
- Sí. Esa es buena -dijo Gustavo.
- Sí es buena -dijo Margarita después de una pausa- Es ¿surreal?...
Una pausa que se hizo eterna.
- Sí, supongo que sí.
Un avión pasó cerca. Los fumones de al lado se asustaron y huyeron despavoridos. Gustavo, Margarita y Melisa siguieron hablando solo que yo ya no los podía escuchar. Prendí un cigarrillo y me encogí de hombros.
- “Máquina gorjeante”. -Leyó Gustavo, una vez que el avión pasó, y lo pude alcanzar a escuchar- De Paul Klee, 1922...
Margarita asintió.
- Sí, parece surreal...
Una mueca. Una expresión agria. Una sonrisa de Melisa que rechazo categóricamente. Un recuerdo reciente y una pregunta ambigua sin ganas de ser concretada...
- ¿Qué te sucede Caneto? -preguntó alguien.
Aún recuerdo la cara de Gustavo con sus lentes de montura fina, y piso algo crocante que es un caracol, y suena hueco, acaramelado...
- Nada, no me pasó nada -y después de unos minutos que inquietante silencio-. Creo que mejor me voy.
Entonces me miraron atentos, todos, y luego me hicieron un largo adiós. Luego se perdieron otra vez en sus oraciones aparentemente intelectuales, y todo me parece como el día y los árboles, durante el invierno. Todo como una gran mueca burlona, y luego Margarita y Melisa regresan al colegio, y se esconden en un salón de clases a oscuras, hacen sus tareas, y no dejan de murmurar...
3.
La verdad es que una vez le hablé a Gustavo, él leía un libro que era de un autor ruso o algo por el estilo. La cuestión es que era fin de año y sería 4to de secundaria, porque ya no éramos tan inocentes entonces, no podíamos serlo. Nos habían dejado leer un libro acerca de un asesinato. Le hablé a Gustavo de eso, y él por entonces ya no era tan alto y habría engordado un poco. Vestía el uniforme convencional, pero ese día llevaba un buzo, por lo que supongo yo también lo llevaba, y sería viernes, aunque ya no estoy muy seguro de nada porque la memoria a veces falla.
Le pregunté:
- ¿Cómo estás, Gustavo? ¿Qué lees?
Y él me miró, aún lo recuerdo, con una cara de: ¿Y éste quién es? Pero afortunadamente, no lo tomó con una actitud de desprecio, y tampoco estuvo tan a la defensiva como me lo esperaba. Le propuse el trato. El sonrió y meneó mucho la cabeza. Trato hecho, me dijo, pero el trabajo no te lo haré yo, te lo hará un amigo, con mucho gusto, estoy más que seguro que él aceptará.
- ¿Pero por qué?
Gustavo sonrió. Hizo un par de muecas, muy extrañas, y luego miró alrededor de sí. Frunció el ceño debido al sol (serían las últimas semanas de clases, cerca al verano) durante el mes de diciembre.
- Mi trabajo ya casi está listo. Entiende que necesito mi propia nota. A parte la cosa es para dentro de una semana, y yo no tendría tiempo. Un amigo sí.
Le dije que solo le pagaría veinte soles, que no era mucho dinero, que apelaba a él por “la amistad que nos ha mantenido unidos desde hace años”. Y no esperé a que Gustavo hiciera otra cosa más que reírse tanto como yo. Entonces se dio cuenta de que mi humor negro se había estado retroalimentando sin ayuda de nadie desde hacía meses. Y le parecía bien. Y entonces él me pareció a mí “un gran tipo”.
- Ven conmigo a la salida, vive nada más a un par de cuadras.
Entonces le di la mano, y después de eso me dieron ganas de prender un cigarrillo, pero claro que no se podía mientras ambos nos ocultábamos detrás de las sombras, a mitad de la canchita de fútbol de secundaria, durante el segundo recreo. Gustavo se tapó la cara con un libro amarrillo, de letras estrambóticas, que rezaba El almuerzo desnudo, e imaginé que estaría leyendo algo porno.
4.
Después de clases la gente salía a la calle disparada. Rebusqué a Gustavo de entre todas las caras y las cabelleras negras y amarillas y rojas, bajo el sol de las tres de la tarde del mes de diciembre. Todos con las mochilas bien puestas en nuestras espaldas, todas bien depiladas ese año, porque se podía esperar cualquier cosa en 4to año de secundaria, cualquier cosa, menos eso.
No lo busqué demasiado y nos miramos las caras largo rato en la bodega, mientras compramos un par de cigarrillos y caminamos recto hasta la avenida Primavera, donde no repetimos la escena de aquella vez desde hacía más de un año, simplemente no nos habíamos visto la cara. Ambos estábamos más crecidos, ya éramos algo mayores. Nada era igual que antes, yo tenía 16 y no estaba para tonterías, me emborrachaba, y cuando nos detuvimos en el un grifo, no recuerdo para qué (creo que yo tenía que cambiar dinero) entré al Móbil Market y compré una cerveza para amenizar la cosa, y Gustavo pareció muy complacido. Apenas salimos le di un buen sorbo a la lata.
- ¿Qué te parece?
- Excelente con el calor.
Y continuamos caminando.
- ¿Dónde vive tu amigo?
- Cerca a un parque.
- ¿Dónde?
- Vive cerca...
Pasé un poco a lo era la intriga. Tarareé una canción de Andrés Calamaro. Gustavo sonrió. Luego me preguntó:
- ¿Fumas marihuana?
A lo que yo le respondí:
- Claro que sí -y era cierto, aunque no del todo- ¿por qué?
- No sé -y lanzó una carcajada-, ¡ja, ja, ja, ja, ja! - y luego me miró fijamente-. No sé, como cantabas eso de fumar un porrito...
- Sí, claro que sí... -le dije, convencido.
Luego añadió:
- ¿Sabes?, mi amigo no tiene ni idea de que voy a ir a su casa, ni que le voy a dar esta chamba. Pero nosotros necesitábamos justo veinte soles para comprar, ya sabes...
Llegamos a otro parque al que yo no había visto en mi vida: tenía una estructura enorme en el centro, una pileta que seguro no era ningún reto arquitectónico. A aquellas horas habían muchos niños jugando bajo el sol de primavera, y habían perros sin cadena que corrían libes y alguno que otro niño del colegio caminando por ahí. Calculé que esto quedaba cerca a lo que era el parque frente a la exposición (que, dicho sea de paso, ya no existía más). Entonces Gustavo me llevó a lo que era un pasaje, que desembocaba en una calle extraña, que era donde vivía este tipo que entonces vestía de hippie y que llevaba unas patillas enormes. Gustavo tocó el timbre, y esperamos largo rato, y aunque yo supuse que vivía solo, ya no estaba muy seguro de ello. La cuestión es que vivía en un segundo piso prestado o alquilado o qué se yo, en una casa medio ordinaria sin muchos miramientos. Apenas vio a Gustavo, esbozó una enorme sonrisa y nos dejó subir.
-¿Cómo estás, Gustavo?
- Bien, ahí... ahí...
- ¿Qué tal? -exclamé, saludando.
Patillas Enormes me miró sorprendido.
- El se llama Carlos Ernesto -Gustavo me presentó sin muchos preámbulos-. El nos va a conseguir el dinero que nos falta para la hierva... -dijo.
Patillas Enormes suspiró. Luego sonrió ensimismado y cogió un libro y luego lo dejó a un lado. Prendió lo que parecía ser un cigarrillo negro que luego pensé (durante un minuto) que podría ser marihuana, pero que no parecía nada. Olía a canela.
- ¿Y cómo es eso? -dijo riéndose-, ¿a quién tenemos que matar?
- A nadie, a nadie... -exclamó Gustavo- pero sí tiene que ver con un asesinato.
Lo miré, risueño, y le sonreí.
Todo combinaba muy bien con el verano, en aquella época. Acababa 4to de secundaria, y no era el fin del colegio, pero parecía como si algo hubiera muerto.
- Tienes que leer A sangre fría... -concluyó.
Y después de un minuto, agregó:
- Tienes que hacer un trabajo acerca de ese libro, nada más.
Patillas Enormes me miró.
- OK. -dijo, sin preguntar siquiera en qué consistía el trabajo.
Estábamos en lo que sería el comedor y la sala, lo que era a la vez, creo, la cocina, el depósito y la cama. Todos nos habíamos sentado en un colchón enorme en el piso y un montón de sábanas y ropa revuelta.
Patillas Enormes sirvió algo de té. Gustavo y él bebieron. Yo me dispuse a salir de allí lo antes posible. Averigüé dónde botar la lata de cerveza que había traído, y averiguar también si se le tenía que pagar todo por adelantado o después o cómo era el maldito asunto. Y de pronto estaba nervioso, como si me fueran a matar.
- Dame diez soles ahora, para no olvidarme del asunto. Y dame diez soles después, para no engañarte, y también para motivarme a mí mismo a hacerlo.
Y yo, tan inseguro de todo, le pregunté:
- ¿De verdad vas a hacer el trabajo? -Enmudecí-. Vamos... -y entonces miré fijamente a Gustavo-. Necesito pasar sí o sí...
- No te preocupes, amigo -dijo Patillas Enormes- ya leí el libro, y sé bien de qué se trata.
Lo que me hizo sentir más aliviado. Sin embargo yo sabía que Patillas Enormes era un tipo muy pasado, y de lo peor. ¿Cuánto se puede confiar de un tipo que lleva un pañuelo rojo amarrado en la cabeza? Y ahora que lo he visto un par de veces, ya no es tan pasado como lo era en aquella época, hace tan solo unos años, lo que demuestra que el tiempo pasa para todos. Incluso para Patillas Enormes, que en aquella época era un hippie de lo peor. Después de salir a su casa, ambos tomaron la misma dirección que yo. Patillas Enormes vestía una camisa a cuadros y un pantalón blanco (medio teñido de rojo) y bajo la camisa llevaba un polo blanco y seguía con aquel pañuelo tan ridículo amarrado en la cabeza. Y yo los miraba a ambos como hipnotizado, mientras ellos hablaban de tantas cosas y discutían marihuaneramente de literatura, hasta que llegados a un pasaje sucedió lo que iba a suceder, Patillas Enormes sacó de un pomo fosforescente lo que parecía ser un canuto enorme. A lo que yo dije:
- Vaya, ¿en serio piensan fumárselo...?
Y Patillas y Gustavo sonrieron y me miraron como si yo fuera un idiota.
- Claro. Vamos, Carlos Ernesto, fuma un poco.
Y claro, yo no me rehusé a hacerlo, en ningún momento, siempre he sido lo suficientemente valiente para todo, y aún así, mientras caminábamos fumando, me pregunté cuántos años tendría Patillas Enromes, y me pregunté cuanto tiempo pasaría hasta que llegara la policía, porque estábamos sentados, y cuántos años se llevarían de diferencia ellos dos, y me pregunté por qué eran tan amigos, y por qué Patillas Enormes vivía solo, ¿por qué? ¿por qué?... Gustavo y su amigo hippie reían a carcajadas, mientras tardecía suavemente en Chacarilla, cerca al colegio. Una nube transparente obscurecía el cielo atravesando su raíz de esquina a esquina, bajo la sombra de un árbol nos detuvimos y ellos llamaron a la puerta. Ya habían apagado el varulo. Patillas Enormes tocó el timbre un par de veces, mientras Gustavo me explicaba por qué intentaban reunir treinta y seis soles, cuales eran las diferencias entre la Roja y la Buena Hierva de Lujo. Me explicaba que la que acabábamos de fumar no era cualquier cosa, claro que no, era un Roja, pero no cualquier Roja, había sido una Buena Roja, que no era lo mismo a una Buena Hierva de Lujo...
Y entonces ellos me presentaron a un sujeto de mediana edad, de contextura cuadrada, que respondía al nombre de Marc, dependiendo un poco de su estado de ánimo y de la gravedad del asunto. Por lo que yo me quedé medio dormido mientras avanzaban las ideas polifónicamente, y mientras este tipo se sentaba encima de una de las gradas de su casa a esperar el anochecer, y mientras yo sigo tieso, y contemplando una triste esencia desperdigada, oblicua, convexa y malformada, y resulta que este tercer tipo al que acabo de conocer (y que según parece ignora por completo mi existencia) cuenta un chiste, que consiste en este otro tipo, llamado Walter, o el papá de éste, quién necesita ver urgentemente a su hijo recién nacido (o sea, a Walter) y una enfermera le comunica que este niño, llamado Walter, no está entre los recién nacidos, y que tiene que subir al segundo piso, donde dice NIÑOS FEOS, cosa que el papá de Walter sube y no encuentra a su hijo por ningún lado, y una enfermera alarmada le dice que suba hasta el tercer piso, donde parece que dice NIÑOS AÚN MÁS FEOS, a lo que el papá de Walter, obviamente mortificado, al no encontrar a su hijo le dice a la enfermera “debe haber un error, no he encontrado a mi hijo”, así que el señor (quien al parecer, carece de buena fortuna) es mandado por la burocracia reinante en las clínicas del estado al cuarto piso, donde reza la inscripción NIÑOS HORRIBLES, y es cuando el papá de Walter piensa “¡Oh Dios mío!, pero ¿qué he hecho?” y al no encontrar a su hijo, furibundo tropieza con una monja de la clínica, a quién le grita: “¡Quiero ver a mi hijo!” y la monjita le pregunta: “dígame señor, ¿cómo es que se llama su hijo?” y el papá de Walter, enloquecido, le grita: “¡Walter! ¡Mi hijo se llama Walter!” y la monjita dice “Ohhh , ya veo...” así que el papá de Walter es mandado al decimoséptimo piso, al techo húmedo entre la llovizna donde está escrito: WALTER, EL NIÑO MÁS FEO DEL MUNDO...